viernes, 29 de agosto de 2014

La abuela de Abel.

Contaba Abel con su acento Catalá,
con su voz de eterno resfriado
al que le falta siempre el calor último de la revolución,
la que vivió y sintió, que:

en el pueblo de su abuela redujeron una iglesia a escombros, a ras del suelo. Edificio que dio cobijo
al cura que ahora disparaba desde el campanario a hombres,
a mujeres y a niños que no pensaban como él.
La quemaron primero, la echaron abajo después.

Su abuela, que no creyó jamás en los curas de dos caras, pero si en los santos,
revelaba ahora a su nieto que no le gustaba la guerra, esa cruenta guerra,
que tenía pánico a cruzarse con gente fusil al hombro,


pero que su casa -oscura y fría- por la sombra irrigada por aquella iglesia había desaparecido, y disfrutaba de la luz del sol, como nunca,
ahora podía ver con mayor claridad,
podría sentarse en la calle,
dijo que todo ello, se lo dio la Revolución.

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